9 de marzo de 2010

Añora

Me acuerdo de mi pueblo y cuando salía al patio a cenar. Yo siempre les pedía que me dejaran cenar allí sola para poder ver la inmensidad de estrellas en la noche, ya que prefería ese panorama a ver la televisión. Y me dejaban porque aun era pequeña, y porque las abuelas son más consentidoras. Aun recuerdo esa sensación, algo así como tranquilidad, ensoñación, paz y alegría, sobre todo el sonido del pueblo, que era igual que el silencio de la ciudad, porque no oía coches, ordenadores ni las voces de la misma gente que siempre, sino viejecitas pasando al otro lado del muro, grillos y la voz de mi bisabuelo. Yo les contaba historias a las millones de estrellas que me miraban, porque entonces yo tenía una imaginación rebosante. Recuerdo que hablaba con ellas en silencio, y cuando terminaba de cenar me reclinaba en una hamaca que había en el patio de atrás y miraba para arriba, tranquila, esperando a que me llamaran para ir a la feria. Cuando lo hacían, me ponía normalmente uno de los vestidos que me hacía mi abuela y una diadema, vestimenta no muy adecuada para lo que iba a hacer después, montarme en los “caharritos”. Después de tal diversión, la familia se sentaba en una de esas terrazas a los lados de las barras itinerantes que montaban en la placita que había al lado de la plaza de toros y en la que ponían un escenario. Yo me tiraba toda la noche bailando sola las típicas canciones de feria de pueblo bajo los colgantes farolillos de papel que me aludían a celebración. A la vuelta, me paraba en todos los puestecillos ambulantes, ya que yo era muy coqueta y al final siempre terminaba comprándome algo, además de alguna bolsita de chuches o turrón.
Al día siguiente iba a visitar primero a las vecinas, para ello había que adentrarse bastante en las casas cruzando patios llenos de plantas, y me piropeaban. Después me iba a visitar a Mateo, un amigo un poco mayor que yo pero con alguna malformidad, con el que jugaba al Magia Borrás. A la hora de comer nos sentábamos en una larga mesa con mantel de papel y comida comprada en Pozoblanco o del la misma matanza; de postre melón o sandía.
Al atardecer me iba a la huerta de los tios de mis abuelos andando por la carretera, haciendo escala en la nave lechera de otra tía. La huerta me encantaba: primero había que esquivar a los carneros para pasar y lo primero con lo que me topaba era con las siembras de fresas, tomates… que a veces comía directamente y sabían más a fruta que las que venden en los mercados. En frente estaba la casona y más adelante la profunda alberca: era enorme y servía para lavar las sandías y pepinos pero cuando tenía ocasión me bañaba en ella.
Tras ella se encontraban las calabazas en las que grababa mi nombre con un punzón y a la izquierda los cobertizos: los cochinitos se escondían cuando pasaba, echaba cáscaras para las gallinas desperdigadas con cuidado de que el gallo no volviera a picarme el culo como una vez, y les pasaba ramillejos entre las jaulas de los conejos, menos a uno, que era mío, blanco con los ojos rojos. Me sentía útil ayudando, y bastante libre. Pero como mucho pasábamos allí tres días y, desde que se murió mi bisabuelo mi madre nos dice que no merece la pena ir y “pasar penas”, que no hay de nada porque es un pueblucho… sí, es un pueblucho en el que solo hay casas y animales, pero a mí me gustaba ir… añoro Añora.

1 comentario:

  1. Los recuerdos más bonitos son los de la niñez... son tan difusos e inocentes, que todo era felicidad*

    Que bonito... me ha recordado cuando tenía gallinas y conejos en el pueblo... como se pasa la vida, y como cambian las cosas ;)
    Gracias por tu ultimo comentario*
    Se te kiere!

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