Detestaba que le sacaran al estrado, detestaba madrugar, detestaba llegar tarde a comer y también detestaba sus compañeros. No podía aguantar la rapidez con la que alzaban las manos delante suya… odiaba esa competitividad por ser el más sabiondo. Un pésimo alumno, ese era él.
No era de extrañar; aunque él no sacaba notas por encima del aprobado era muy listo. Más listo que el niño mascota de la profesora: él sabía que la “seño” le ignoraba, sabía que sus compañeros le insultaban cuando ejecutaban la formación del “corrillo” entre clase y clase, y sabía que sus abuelos estaban decepcionados por sus resultados.
Él vivía con sus abuelos, huérfano de padres, hermanos y felicidad, sus abuelos llegaban a considerar que había nacido algo deficiente. Quizás se le cayó a la matrona. A pesar de todo, no iban a gastar sus ahorros para ayudar al niño de su hija, la que había sido siempre la oveja negra de entre sus ocho hermanas. Sus abuelos pensaron que la escasez de coeficiente sería hereditaria, aunque también barajaron la idea de que un embarazo en tan edad temprana como la que tuvo su maldita hija fuera el causante. También era de esperar, siendo hijo de un perdido de la vida, a lo sumo trabajador.
Definitivamente, para sus abuelos él no era ninguna bendición del cielo, y eso él lo sabía.

Arlequín sabía todo esto.
Pero él seguía asistiendo a clase. Seguía almorzando con sus abuelos. Arlequín seguía hablando con sus padres por la noche, mirando las estrellas. Ellos eran los únicos que seguían comprendiendo a Arlequín. Y Arlequín lo sabía; donde quiera que ellos estuvieran, le querían… Arlequín lo sabía todo, porque era el más listo.
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