15 de abril de 2010

When the wind sighs in the trees...

Cuando susurra el viento entre los árboles se revela en mí una reminiscencia de lo que yo era. Vivía con 19 años tras mis pies y ya los arrastraba resignada hacia la que soy ahora.
Entonces creía en la bella dificultad del primer beso y la amarga belleza del último, que una mano en el hombro ya era el mejor apoyo, en que los corazones que dibujamos son muy distintos de los reales, tan idealizados como la imagen que se tiene del que electrifica tu nuca.
Esa que le encantaba escuchar música clásica para estudiar, dormirse y en los viajes de vuelta, la que pensaba que ir a un restaurante consta de las mismas escenas para todos; entrar al restaurante, sentarse, ver menú, pedir comida, esperar, comer comida, pagar, salir del restaurante… pero que sin embargo el brindis y la compañía son únicos.
La que sabía que los ángeles sí nos ayudan y los cuervos comen más que carroña.
Era yo años atrás la que no tenía ningún ídolo millonario y se enorgullecía por ello, la que clamaba las injusticias del mundo por si alguien la oía, la que odiaba decepcionar a un amigo.
Con 19 años me reía al recordar que echaba colonia a las cartas para perfumarlas, de mis diarios de niña y de los dibujos pintados sobre la tapa del váter, y ahora lloro por no volver a tenerlos.
Era la época de los pendientes colgantes, el llamativo esmalte de uñas, el pañuelo al cuello, las tachuelas, los pantalones de cuero, el té, las cervezadas y de las rondas de chupitos. Disfrutaba de la temporada alta de los pequeños viajes, la intimidad sobre el rellano de dos escalones, las confesiones entre cojín y manta y de los flashes de cámaras fotográficas.
No había piedra que me impidiera surcar los caminos en mi bicicleta, no había valla que me cercara la entrada al césped, no había espada o basto que me reprendiera por jugar a las cartas con mis amigos.
Estudiaba para crecer, veía películas para sentir, leía libros para pensar y escribía para descubrir.
Aun recuerdo cuando me gustaba notar el silencio a pesar de que se dice de su inexistencia, la soledad no me daba miedo aunque la equivocación me aterraba, así como los trenes que se marchaban para siempre llevándose conversaciones que nunca volverán a ser disfrutadas.
Sentía tantas cosas que no cabían todas a la vez en mí, colmándose mi vaso en algunas ocasiones.
Pero quedaba mucho tiempo para que el grifo se oxidase, y un poco más para que se cerrase definitivamente. Hoy ya no cae con tanta fuerza… ahora me pregunto por qué esperamos a que se acerque el momento en el que caiga la última gota.
¡Quién tuviera 19 años! Si pudiera rebobinar, lo que haría es ser feliz.

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